sábado, 4 de octubre de 2008

Cuentos

Amor... llamó a mi puerta (cuentos y relatos) de Nélida Habeshián (Editorial Dunken, Buenos Aires, 2006) 96 págs.

LA SAGAZ LUCIN

Llegó la noche y Sarquis cerró su negocio en Beirut a la hora de costumbre. Una vez por mes se hacían reuniones en su local y sus compatriotas armenios contaban la odisea vivida por cada uno de ellos para salvarse de la persecución turca. Ese día fue especial, concurrieron alrededor de quince personas y tres hermanos que hacía años, por circunstancias especiales durante la deportación, no se habían vuelto a ver. Sarquis era muy alto, de prominente calvicie, de hablar pausado. Encendió su narguile*, apoyó los codos sobre el mostrador y sin dejar de mirarlos, dijo:
“Hoy les voy a contar la historia de Lucin, que vivía en una comarca cercana a la ciudad de Hadjin. La gente del lugar recibió la noticia de que sería deportada. Hacía mucho frío y nevaba copiosamente. Los callejones estaban desiertos y los pobladores preparaban lo poco que podían llevar. Lucin tenía veintiocho años; era alta, de nariz aguileña y ojos negros muy expresivos. Su esposo hacía tres años que había muerto y ella tomó el mando del pequeño negocio familiar recibiendo colaboración de sus tres hijos de catorce, trece y diez años. Una mañana escuchó golpes en la puerta de su casa y gritos de soldados turcos obligándolos a dejar sus viviendas, Lucin, rápida, le entregó un atado de ropa a cada uno de sus hijos y salieron al callejón. Después fueron forzados a integrar la larga caravana. La mujer abrazó fuertemente a los niños, y mientras avanzaban aterrorizados se preguntaba: ¿qué será de nosotros? Sus pequeños lloraban y ella trataba de calmarlos diciendo: ‘Sigan..., todo estará bien...; sigan..., por favor’.
No entendían por qué su madre los alentaba, si la realidad era otra. Los hicieron detenerse en un lugar totalmente cubierto de nieve y los soldados armaron tiendas y colocaron lámparas de aceite en el improvisado campamento que apenas iluminaban el lugar. Lucin sacó de un atado queso, pan y aceitunas y les entregó una ración a cada uno de sus hijos. Samuel no quería comer, entonces, ella, acariciando su rostro le dijo despacio, casi al oído: ‘Come Samuel, come, hay para todos... Así tendrás fuerzas para seguir caminando’.
Los que caían extenuados o muertos eran abandonados en el camino. El resto avanzaba sin fuerzas por el cansancio y rezaban tomados de las manos bajo la mirada penetrante y burlona de los soldados turcos. A medianoche, por efecto del vino y la comida, la soldadesca se retiró a descansar. Lucin, aprovechando la oscuridad se arrastró hasta la carpa de un oficial y tomó queso y pan que había quedado sobre una tabla improvisada como mesa. Les hizo comer a sus hijos una segunda ración, mientras tanto ella sacó de un atado de ropa una pollera negra bordada en rojo y blanco. La cortó en tiras, armó cinturones trenzados y cuadrados como si fueran pañuelos de cuello y pañuelos de bolsillo, y se los fue entregando a sus hijos. Convencida de que sería una buena identificación entre ellos, trató de descansar, pero... no pudo ni siquiera pensar. Una mano fuerte le golpeó el rostro, la levantó de los cabellos y la arrastró por la nieve. Sus hijos no la vieron nunca más.
¿Qué fue de los hijos de Lucin?
Samuel, el mayor, cayó extenuado y los soldados lo abandonaron en una zanja creyendo que estaba muerto. A media mañana un aldeano sirio lo encontró, lo cargó en su carro y lo llevó a su casa. Sus padres lo alimentaron y curaron las llagas de sus pies. Le cambiaron el nombre, por seguridad. Bedrós y Kapriel, con la astucia propia de su edad, desertaron de la caravana en una curva prominente del camino y corrieron desesperadamente hasta que consiguieron esconderse en una enorme gruta, escapando de los soldados turcos. Al día siguiente muy temprano escucharon silbidos. Era un pastor que hablaba árabe y algo de armenio. Sintió compasión por los dos jóvenes que preguntaban por su madre y hermano. Y los llevó a su casa. También, por seguridad, les cambiaron los nombres. El muchacho que los socorrió se llamaba Alí, y después de un mes, cuando consideraron que estaban bien de salud, los llevó a la iglesia. El sacerdote pensó que lo mejor era que ingresaran a un orfanato, ya que sin padres o familiares directos poco o nada se podía hacer por ellos. Alí, cada tanto, los visitaba y les llevaba rosquitas salpicadas con semillas de sésamo hechas por su madre. Les prometió que él seguiría buscando a Samuel.
Pasaron los años, Bedrós y Kapriel cumplieron la mayoría de edad. Aconsejados por la familia de Alí viajaron al Líbano y trabajaron a destajo hasta conseguir vivienda. Un domingo, cuando salían de la iglesia, caminaron por las calles de Beirut. El día era apacible y se ubicaron en un almacén que al costado lucía resplandeciente un gran parral. Era mi casa. Así nos conocimos, y cuando me contaron su historia les prometí que yo buscaría a Samuel, ya que tenía mucha gente conocida, familiares y amigos. Pasaron tres días y fui hasta la casa de ellos y les dejé una nota citándolos.
¿Qué sucedió?
Cuando entraron a mi negocio yo estaba hablando con un joven un poco mayor que ellos. Entonces efectué las presentaciones correspondientes. Mientras ellos dialogaban coloqué sobre el mostrador los cinturones y pañuelos que había hecho la sagaz Lucin. La emoción no los dejó pronunciar ni una sola palabra. Se abrazaron fuerte, hasta las lágrimas, como queriendo recuperar los años perdidos. Hablaron de Alí y su familia, del sacerdote que los llevó al orfanato. Samuel elogió a los Samad, que se ocuparon tanto de él. Brindaron varias veces por el encuentro y por todos los presentes. Me agradecieron varias veces mi actitud solidaria”.
Una vez que la gente se fue retirando del lugar, Sarquis cerró el almacén, se apoyó en la ventana de su negocio, los vio alejarse y apagó las lámparas que colgaban en el salón. Cerró la puerta recién cuando la figura de los tres hermanos se fue perdiendo por el callejón. Esa noche, después de rezar, se dijo: “Pasan los años, pasa la vida, pero Lucin desde el cielo les sonríe”.

*Narguile: pipa de agua y tabaco que se fuma en los países árabes.
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Recibo de manos de Nélida Habeshián, su libro de cuentos y relatos Amor… llamó a mi puerta. Al recorrerlo quedo impresionada por los cuentos referentes a la Diáspora del pueblon armenio. Traté de posicionarme en el marco de la inmigración armenia en la Argentina y pienso en las circunstancias especiales de los distintos personajes que Nélida nos va narrando, su recorrido por las atrocidades que debieron padecer en manos de los turcos, la tortura, las violaciones religiosas y muchos otros episodios que indignan al lector y han quedado grabados por siempre en la memoria de este pueblo bueno y sufrido.
Siento una emoción especial por la nobleza del espíritu de esta escritora, que logra hacernos compartir la lealtad de su estirpe y los más altos valores de la dignidad de la sangre armenia.. Gracias querida Nélida Habeshián por haberme acercado tu bello libro. El, logró capturar mi atención de manera sostenida, hasta el cuento final Perseverante, donde los personajes, ataviados de tantos detalles circunstanciales nos permiten adentrarnos, llevándonos a una vivencia del aquí y el ahora.
Mi cariño y agradecimiento.
Mirta Cevasco.

jueves, 2 de octubre de 2008

Revista Literarte


LITERARTE Revista de literatura y arte
Año 7 Numero 29

Tapa de Adriana Nora García “Algodoneras”, acrílico, en homenaje al pintor peruano Carlos Millones.

En el artículo “Al aire libre”, desde España reflexiona Martín Lucía: “La llegada del verano a Sevilla, ciudad brevemente alejada de la costa, muy calurosa y seca, de difícil disfrute teórico en las fechas de más elevadas temperaturas... hace que, los que aquí quedamos, entremos en un letargo generalizado en el que todo se pospone a la llegada de septiembre, a la llegada de las puertas del Otoño.
La vida, en general, cierto es, se hace compleja y laboriosa en esta ciudad que vive al borde y por encima de los 40º de temperatura casi dos meses al año. Todo se ralentiza en el mejor de los casos. En el peor, se paraliza indefectiblemente.
Y con la cultura ocurre lo mismo...
La cultura no entiende de paréntesis: no se deja de pintar, de escribir, de crear en verano. Un pintor, un poeta, un músico no dejan de hacer arte. No serían ellos. Morirían...
Por tanto, no dejemos de vivir la cultura en estas fechas en las que creemos que, finalmente, arderá todo. No dejemos que la ciudad interior muera durante dos meses.”


Cecilia Ortiz

Poema uno

Me hundo en esta tarde transparente
/ sin límites
llega amnesia / dentro de una copa oscura
sabor que me impide percibir el cristal quebrado-

la quinta esencia / tú sabes / yo sé
y el crepúsculo camina por el borde un beso
/ que se niega a morir

mi dolor / cansado / regala / lágrimas
estalla por detrás de la puerta
/ cerrada dolorosamente

Me funde el vestigio
/ (sueño que sepultará el mar)

La vida desgrana sobre mi espalda
el desvelo / que promete la noche
Ya no existo
/ he perdido un poema.
Y no cruzaré el espejo
/ -desconozco la melodía-
se extingue su voz / con un atuendo de niebla
Y la esperanza / punza
/ mientras se esparce en mis venas.

Me duele que no escribas el final.

Con sangre marcaré
/ umbral
/ zócalo
/ techo
/ el silencio estéril
/ el vacío nido de tus pensamientos.

Citaré tu nombre / al rebelarme contra la zozobra
y preguntaré / quién derrama culpas.

Poeta argentina, de su libro "Solsticio de invierno"

http://blog.iespana.es/literarte-revistadearteycultura